domingo, 27 de noviembre de 2011

Todos y cada uno de los dientes delanteros de Rotbailer están despiertos y jugando, pero sin llorar. Es lo que tienen los principios, los del hambre y los de la narración, que ansían tirarse hacia adelante, prognatos e intrépidos.



Y luego están los pestiños. Y es lo que tienen los malditos: mucho azúcar, mucho nudo, y mucha droga dura. De la que abre todos los neurorreptores y convierten a Rotbailer en un yonki ansioso de amor.



Y es que sin amor los dedos de la mano derecha le huelen a sudor de sexo propio y a tierra removida con azada vieja, y lo ojitos le escuecen de adentro para afuera. Y en cambio, con amor, Rotbailer hasta sería capaz, incluso, de ir con chaquetitas Lacoste con los cuellos levantados. Sin dejar de molar.



Pero es por culpa del hambre que nuestro hombre llora, aunque no podemos estar seguros de que sea por la hambruna propia. Pese a ello, tras secarse la lágrima existencial con el dedo mecánico de rascarse el picorcito del dolor, introduce la pandereta en la caja de recaudación. Así desenlaza.



Comida para alma.

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